¿Matamos a Dios con la screenshot de “11:11” o solo cambiamos la cruz por unas cartas y otras “energías”?

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La semana pasada, horas antes de que saliera la columna sobre You y las Elecciones departamentales, el humo blanco en El Vaticano proclamó al nuevo papa: León XIV, anunciando una nueva etapa para la Iglesia Católica y, si se quiere, para la espiritualidad del mundo entero. Tanto para aquellos que miran sobre su hombro la fe cristiana, los que solo ponen foco en atrocidades que ocurrieron y ocurren sin que nos enteremos, aquellos que mantenemos la fe pero no congeniamos con ciertas doctrinas, quienes profesan otras religiones y creencias, como para aquellos que pertenecen a esta institución, la noticia no nos fue indiferente, ni debe serlo.

En el último tiempo, diferentes creencias y sincretismos (mezcla de conceptos culturales y religiosos) han reaparecido o cobrado mayor fuerza en la “agenda espiritual” de la sociedad, siendo bastante llamativo cómo se menosprecia la idea de un ser o providencia inteligente, que es la primera causa y acción del todo, un primer motor, para luego hablar de que son fieles creyentes de las “energías” (y no la de UTE).

Por un lado, a los cristianos se les ha ridiculizado a nivel intelectual por supuestamente ser supersticiosos, pero por otro lado las historias en Instagram se ven inundadas con capturas de pantalla con horas mágicas como el “11:11” o “22:22”. También vemos que más personas se adhieren a la idea de que tu personalidad se define por la posición de los planetas en el momento de su nacimiento e incluso limitan sus vínculos según el signo zodiacal de la persona (algo comparable con los radicales políticos a los que les deberíamos huir), justo en tiempos donde se discute que la identidad de uno es algo que se construye y puede fluctuar durante su vida.

Creo que poco se sabe que el gnosticismo ya manejaba, miles de años atrás, la creencia sobre que Adán y Eva eran seres de luz y, que con la “caída”, se volvieron seres materiales o que ya se hablaba del “ruaj” en el Antiguo Testamento (para mencionar a la Biblia), como ese “aliento”, “viento” o “espíritu” que rodeaba a la persona y si este era “largo”, “ancho” o “alto”, refería a características de su personalidad. Nada similar a lo popularizado en las redes sociales.

También evitamos pensar en el auge de la lectura de cartas, la borra del café y otras formas de sumergirse en el tejido de las Moiras (mitología griega) que ya conocía lo que iba a suceder entre el nacimiento y la muerte de una persona. Como si la vorágine en la que vivimos nos despierta cada vez más ansiedad por el futuro y, desprestigiando al destino celestial final que predica la Iglesia, nos preocupamos más por las paradas en el medio.

Tampoco hablamos de las vidas pasadas porque, de algún modo, si no hay vida después de la muerte, todo ese trajín en el que fuimos grandes guerreros, políticos y emperadores, se termina con nosotros, en el que no somos ninguno de ellos (¡qué mala suerte!) ni disfrutamos de los manjares de sus vidas. Obviamente, si pensáramos en que seremos otro eslabón de esa cadena, preguntaríamos qué ser nos sucedería…pero tampoco nos interesa ni trabajamos para ello.

Al fin y al cabo, parece que nos comimos el cuento del “Übermensch” (superhombre de Nietzsche) que mató a Dios con sus dagas y se forma a sí mismo, para luego preocuparnos si nos despertamos a las 3:30 am, por si algún espíritu nos está mirando o es una alerta del universo para que le prestemos atención a algo significativo en nuestras vidas. Es como si fuésemos un fisicoculturista que ejercita sólo el tren superior, muy vistoso de arriba pero le falta músculo en la base.

El problema es que del otro lado tampoco es que haya algo vistoso, a menos que sea algo cuestionable o complicado, y si bien uno entiende que no se tiene que hacer mucha fanfarria con lo bueno que se hace, la Iglesia como “luz del mundo” tiene que alumbrar y una lámpara o vela, no se esconde ni pasa desapercibida en un cuarto oscuro.

La cercanía de la Iglesia con la gente es vital para la espiritualidad de las personas, porque el sentido de una providencia que ama, en lugar de aquella que juzga y te persigue con el látigo, es crucial para el bienestar social y más en tiempos donde se profesa y repite sobre el bien del vulnerable, las “minorías” o el “débil”. El que conoce lo que es la gracia, entiende el significado real de lo dicho por Jesús: “el que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”. Por la poca gracia (favor no merecido) que se demuestra para con el otro, es que hoy es más fácil centrarnos en si Mercurio está retrógrado y justificar los impulsos que tenemos ese día, a darle una mano al que se “tropezó” (como si nosotros pudiésemos juzgar algo así) al lado nuestro.

Ahora se precisa que la Iglesia esté más cerca de las personas, tal vez no por una presión doctrinal de dictaminar qué es bueno y qué no, sino para demostrar el amor en el que se basa la fe cristiana, ya que, como dice la Biblia, “el que no ama, no ha conocido a Dios, porque Dios es amor”.

Todos con una misma necesidad, un mismo “agujero” que llenar (casi que la historia un poco deformada de Agustín de Hipona), pero al final de cuentas, creyendo en Dios, en el Zodíaco, en las “energías”, Zaratustra, en nosotros, nuestra familia, los números u otras especias, de reojo o atentos a la televisación de la chimenea para ver si largaba humo blanco, todos estuvimos atentos para ver quién iba a suceder en el liderazgo de la Iglesia Católica al papa Francisco.

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