Wilson fue el último caudillo romántico. Sanguinetti, el gran titiritero de la transición... y más. Lacalle Herrera, el reformador. Lacalle Pou fue la libertad responsable, además del primer líder que, de veras, dejó atrás a la generación de los años de plomo. Y José Mujica, el líder que sacó a la izquierda de sus reductos de cafetín universitario y rueda sindical, para conquistar el poder.
Alguien podría decir que no citar en ese grupo a Tabaré Vázquez o a Jorge Batlle es una injusticia. Pero por cuestiones de personalidad, de momento, o de estilo político, es difícil negar que no tuvieron el impacto cultural de los primeros. De los cuales, además, es probable que Mujica sea el que haya dejado un legado más profundo. Simplemente porque logró que su partido ostentara un poder total durante casi dos décadas. ¿Cuántas figuras en la historia del país han logrado eso?
Si bien su muerte se fue procesando durante meses, la noticia fue un impacto social grande. Mucho más allá de lo programático, Mujica fue el pianista que supo tocar como pocos el teclado emocional de los uruguayos. Manejándolos como un virtuoso en subidas y bajadas, con insultos y con caricias, diciendo lo que nadie quería escuchar, de una forma que todos querían escuchar.
Su principal talento no fue su filosofía, ni su estoicismo vital, ni muchísimo menos su capacidad de gobernante. Fue un conocimiento del país y de su gente, como muy pocos han tenido. Y su principal pecado no fue la guerrilla, de lo cual fue redimido por una sociedad bastante más generosa que sus compañeros de partido. No fue el haber instalado un tono procaz y agresivo en el debate público. Ni siquiera el festejar algunos de los peores vicios de nuestra sociedad. Su peor pecado fue no haber usado ese poder magnético para impulsar los cambios que el país necesitaba.
Mujica sabía perfectamente del desastre que generaba el sistema educativo. Sabía perfectamente, el daño que causa el parasitismo estatal y sindical. Sabía perfectamente que la receta socialista es un camino a la miseria. Y sin embargo, teniendo la autoridad moral para cambiar todo eso, no lo hizo.
¿Por qué? Hay distintas teorías. Una puede ser que se comió el personaje (sí, el personaje), y no estuvo dispuesto a asumir no el daño en imagen, que claramente no le importaba mucho. Pero sí la erosión de ese vínculo con la gente, esa aprobación social, que según muchos líderes, llega a ser como una droga.
La otra, así como tenía una capacidad infinita para la empatía, y para decir la palabra justa a quien quería escucharla, no poseía el don de la acción. Él mismo dio muestras de ser consciente de esa limitación, cuando al ser electo quiso inventar una figura de primer ministro en su gobierno.
Pero más allá de intentos de intelectualizarlo, hay algo del expresidente que está fuera de discusión: Mujica sólo fue posible en Uruguay, y Uruguay es, nos guste más o menos, Mujica. Un país que tuvo días mejores, que tiene momentos de brillo, y otros negros, enamorado de su decadencia, y que pese a tener claras cosas que a otros les resultan imposibles, no logra dar el paso para superarse.
Llegados aquí, le vamos a pedir al lector disculpas por violar dos reglas (casi) siempre sagradas en estos textos. El no uso de la primera persona, y el no usar la muerte de alguien relevante, para hablar de uno mismo.
Yo no tengo una foto con Mujica. En verdad, con ningún líder político, porque me parece una indignidad andar posando en selfies con quien a uno como periodista, en el fondo, debe controlar.
Yo no fui nunca a la chacra. Porque no me tocó por temas laborales. Y porque siempre me incomodaron los que iban en procesión a hacer fiesta al viejo líder a cambio de dos titulares. O dos vintenes. Porque Mujica se convirtió en una industria en sí mismo, como alcanza comprobar con el aleteo ensordecedor del caranchaje que seguía sobrevolando el Rincón del Cerro, incluso horas después de anunciada la muerte del expresidente.
Esta semana hubo una polémica algo absurda por un editorial publicado por El País el día de la muerte de Mujica. Editorial que no escribí yo, pero que como uno de los directores del diario, leí, y aprobé. Se le ha criticado el “timing” o que fuera crítico con el líder muerto. A ver... El País hizo una cobertura profunda, profesional, y humana, como nadie en Uruguay, de la muerte y de la figura de Mujica. Y un medio canónico como este no puede omitir expresar en el momento, una postura institucional ante un hecho así. En esa postura, tampoco puede faltar referirse a los costados opacos, sin caer en el ridículo. Es como que el Times hubiera hecho una necrológica de Churchill sin hablar de Gallipoli o de Singapur. Y a nadie escapa que el vínculo de Mujica con El País, tenía una historia difícil. ¿Sabe quién no se hubiera ofendido jamás por una pieza así? El propio viejo líder.
Pero de manera nada sorpresiva, los más duros en la crítica han sido los exponentes de la izquierda Cordón Soho a los que Mujica despreció como nadie. Pero que precisan validarse cada día en su superioridad moral, para compensar la falta de coherencia entre sus ideas y su forma de vida cotidiana.
En particular, llamó la atención la crítica surgida de un medio que se financia con la plata de la contribución inmobiliaria de un modesto compatriota del barrio Maracaná, o de la patente de la cachila del que hace fletes en el Cerro. Y que pretende decirle cómo hacer su tarea a otro que vive hace más de un siglo sólo de lo que le aporta la gente que confía en él para informarse. Y te hablan de ética... De portador de apellido a portadora de apellido... no un consejo, una sugerencia. Hay unas cosas, con forma de prisma rectangular, que se suelen apilar en estanterías, y tratan temas como historia, filosofía, política. Se llaman libros. Y aunque puedan tener títulos intimidantes como “manual básico de géneros periodísticos”... no muerden. Está probado.