Hacia un nuevo humo blanco

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Francisco, nacido Jorge Bergoglio, merece meditación no solo de sus acólitos. Desde el Vaticano, luchó contra la pedofilia, el malandraje financiero y otras sordideces. Al tiempo, clamó por los pobres, defendió a los inmigrantes, imploró paz. Tomista, llamó a todos a vivir valores universales.

Uno se conmovió al verlo en la isla de Lampedusa, denunciando la tragedia de los magrebíes que se ahogaban en el Mediterráneo por huir del hambre. Uno compartió su llamamiento a batallar contra la pobreza, que a ratos tenía ecos de los desgarrones cristianos de Unamuno.

Pero uno no pudo aplaudir su decisión de no regresar a su país en 12 años de papado, habiendo viajado a Brasil -y también a Chile, donde las pasó mal cuando su grey le reclamó contra los curas pedófilos. Uno condenó su simpatía por delincuentes como Milagro Sala y Cristina Kirchner. Uno discrepó con el relativismo de su “¿Quién soy yo para juzgar?,” sobre temas que si algo exigen, es juzgar: empujar el pensamiento, sin frenarlo en los pobres límites del yo.

Recibió una Iglesia en crisis, la brujuleó como pudo desde un cristianismo terrenal, de aquí y ahora. Muerto, empiezan ya a reunirse los cardenales para elegir nuevo Papa, que podrá ser predicador como Juan Pablo II, doctrinario como Benedicto XVI o pragmático como Francisco. O acaso diseñará modelo propio, según conciencia y Providencia.

Acaso usted piense, querido lector, que estas cavilaciones pudieran ser ajenas a nuestro Uruguay laico, ya que, separado el Estado de la Iglesia hace más de un siglo, poco o nada debiera importar a aquél el destino de ésta. Pero no es así. Y no solo porque el catolicismo es la religión con más seguidores, aun cuando la mayoría no va a misa. Hay otra razón más valedera: nuestra laicidad es hija de un espiritualismo, que supo ser anticlerical, pero que nunca negó los valores incondicionados de la tradición greco-judeo-cristiana. José Batlle y Ordóñez y Domingo Arena no eran ateos, no seguían el materialismo del Barón d’Holbach ni el positivismo de Comte, Littré o Spencer. Propulsores del anticlericalismo, junto a muchos edificaron la laicidad del Estado uruguayo desde bases espiritualistas: negaban los determinismos, cultivaban el albedrío y creían que el pensamiento y la voluntad moldeaban a las personas y a los pueblos. Ese ideario consta en el ilevantable alegato que Arturo Ardao lanzó en los años 50.

Desgraciadamente, tales definiciones se extraviaron cuando atropellaron las seducciones del marxismo y del consumismo funcionalista. Entre ellos se contraponen duro en las urnas, pero marchan del bracete para olvidar juntos los fueros del espíritu, que es donde finca lo mejor y más esperanzado de lo humano.

A la vista de la laya de divisionismo, desorientación y falta de metas elevadas en que nos sumerge ese extravío, ¿cómo no seguir con atención cariñosa lo que ocurra en toda tienda que defienda la autonomía del espíritu? El espíritu, sí, forja de nosotros mismos y de lo que vendrá.

Está a la vista que antes de los planes económicos y sociales siempre en discusión, necesitamos filosofías que esclarezcan las mentes y las voluntades, hoy paralizadas por los determinismos, la drogadicción y los renunciamientos.

Con lo humano en cancelación, importa mucho qué haya de inspirar al nuevo Papa que elijan los católicos.

Al fin de cuentas, católico quiere decir universal.

Y lo que más nos duele en el Uruguay de hoy es lo mucho que se agrede a la esencia universal de la criatura humana.

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