Prácticamente en la mitad de 2025, el sector energético global vive un momento de redefinición profundo, donde la urgencia climática y las tensiones geopolíticas reconfiguran prioridades. La transición hacia energías limpias avanza, pero no con la velocidad necesaria: América Latina, por ejemplo, ya genera el 60 % de su electricidad a partir de fuentes renovables, el doble del promedio mundial (Olade, 2024). Sin embargo, las inversiones globales en tecnologías bajas en carbono se han estancado desde 2021, rondando apenas el 50 % del total requerido para el cumplimiento de las metas climáticas, según datos de la Agencia Internacional de Energía de 2025.
Uruguay, con su matriz fuertemente descarbonizada, consolida su ejemplo, mientras países como Brasil y otros vecinos refuerzan su papel como proveedores de minerales críticos y potenciales productores de hidrógeno verde. La competencia por posicionarse en este nuevo tablero global se intensifica, al tiempo que los mercados de energía enfrentan precios volátiles y una geopolítica energética marcada por el regreso de un pragmatismo fósil.
El lema “Drill, baby, drill” —impulsado por la actual istración estadounidense— ha reavivado la explotación de hidrocarburos como motor de crecimiento y seguridad energética. En un contexto de precios de crudo moderados, por debajo de los 80 dólares por barril, esta política refleja un cambio de prioridades con foco en la autosuficiencia energética y la competitividad industrial, desplazando en cierto grado la retórica climática que había ganado fuerza en años anteriores.
Este realineamiento de la política energética estadounidense repercute directamente en la región. Se ha defendido retomar la exploración petrolera en áreas sensibles como la Amazonía, priorizando la seguridad energética y el desarrollo económico frente a las críticas ambientales. En Argentina, el actual presidente ha señalado su intención de retirarse del Acuerdo de París, sosteniendo además que la explotación de hidrocarburos es fundamental para la competitividad y la recuperación fiscal.
Incluso países con sólidas tradiciones ambientales se ven presionados a reabrir debates sobre exploración petrolera como una vía para garantizar empleo y divisas. Este escenario resalta el dilema entre la necesidad de desarrollo económico y la urgencia de reducir las emisiones, con la región atrapada entre la promesa de rentas inmediatas y el mandato de construir un futuro bajo en carbono.
A nivel global, la estrategia de “Drill, baby, drill” y la expansión de la producción fósil han moderado el alza de precios del crudo, pero la OPEP+ sigue jugando un papel clave en la estabilidad del mercado. Con la demanda global de petróleo creciendo de forma más contenida —frenada por mejoras en la eficiencia energética y el avance de las renovables—, los países exportadores de América Latina como Venezuela, Ecuador y Colombia se enfrentan a la paradoja de depender de ingresos fósiles para financiar sus economías, mientras también buscan diversificar sus matrices energéticas.
Aunque la narrativa climática muchas veces presenta a las energías renovables como un imperativo ambiental, la realidad técnica y económica ha demostrado que estas fuentes no solo responden a la crisis climática. Las renovables —en particular la eólica y la solar— ya son las formas de generación eléctrica de menor costo, con valores comparativos inferiores a las centrales fósiles y nucleares. Este cambio estructural en los costos de generación reconfigura la economía de la energía y refuerza el argumento para avanzar en la transición, más allá de la urgencia climática.
Sin embargo, la alta incorporación de renovables en las matrices energéticas también plantea desafíos técnicos a los sistemas eléctricos tradicionales. Diseñados para operar con generación fósil centralizada, estos sistemas deben ahora enfrentar la variabilidad y la intermitencia de las renovables. Las grandes penetraciones de fuentes eólicas y solares exigen redes más flexibles y mecanismos de almacenamiento y gestión que antes no resultaban relevantes.
Las respuestas pasan por la digitalización, la automatización y la integración de almacenamiento, generación distribuida, inteligencia artificial, soluciones técnicas para aportar inercia a los sistemas y equilibrar la oferta y la demanda en tiempo real. Este proceso no solo es técnico, sino también económico y político, porque redefine modelos de negocio, regímenes regulatorios y relaciones entre consumidores y empresas y es algo que aún no está completamente resuelto.
En paralelo, la energía nuclear regresa al debate como una opción para garantizar generación firme y sin emisiones directas de carbono. Aunque la nuclear ofrece firmeza frente a la volatilidad, enfrenta las reticencias sociales, el desafío de la gestión de los residuos, los costos y tiempos para su desarrollo.
América Latina, por su parte, avanza con decisión en el desarrollo del hidrógeno verde y la explotación de minerales críticos. Países como Uruguay, y otros actores regionales consolidan alianzas estratégicas y proyectos de exportación de hidrógeno para descarbonizar industrias y transporte de larga distancia. La carrera por asegurar inversiones y mercados es intensa, y la región aspira a posicionarse como proveedor confiable y sostenible de este vector energético clave.
Al mismo tiempo, la geopolítica de los minerales críticos —litio, cobre, tierras raras— ha colocado a la región en el centro de las cadenas de valor globales. Empresas y gobiernos compiten por estos recursos esenciales para la transición energética, mientras las comunidades locales exigen participación, beneficios compartidos y un desarrollo que no repita viejos patrones extractivistas.
La energía, en este 2025, se confirma como un potencial motor para lograr competitividad, pero también como terreno de disputas entre la urgencia climática y la realpolitik. Las decisiones de los grandes bloques de países —como la estrategia de expansión fósil de Estados Unidos— tienen impactos directos en los precios, las inversiones y la arquitectura energética global. Para América Latina, con abundancia de recursos y capacidad de innovación, la pregunta clave es cómo equilibrar la tentación de las rentas inmediatas con la necesidad de construir un modelo más justo, resiliente y alineado con los desafíos del cambio climático.